Es esa maldición que arrastro, ese secreto de hace tanto, aquel secreto de fotografía que no guardo, que quemé hace tiempo. El recuerdo es un cruel compañero de viaje, cuando el viaje no ha sido bueno.
Y después de tanto tiempo, ya cicatrizado el miedo, ya ni llorar, ni notar el desahogo del llanto mojar la almohada, ni la libertad de los gritos que comían en silencio. Lo peor que me ha podido pasar es perder el miedo, el miedo de no comprenderme ante el espejo. El miedo de no saber muy bien qué he hecho yo para merecer esto. Ya no me queda mucho miedo y lo poco que queda descansa, quieto; aún, a veces, cuando nadie habla, en silencio, aún escucho la respiración del Monstruo y me digo: "No te confíes tanto, porque el daño inesperado, dos veces daño".
Y así ha pasado el tiempo, ha llovido mucho, también ha salido el Sol y hemos crecido. Nos hemos vuelto más maduros y hemos sabido callar el dolor con el analgésico natural de los años, ya sabéis: "El tiempo lo cura todo".
Y un día, sin darme cuenta, un día me despierto y mi vida es tan normal, tan común. Una vida como las de esas fotografías que todos guardamos, porque nos gusta recordar lo que vemos en ellas. Y, en cierto modo, me alegro de que las cosas hayan terminado así, creo que me merezco un descanso, una prórroga. Me merezco unas vacaciones para respirar, para recuperar las fuerzas. Uno nunca sabe, nunca puede estar seguro; decían que no hay que subestimar al enemigo y es posible que mi Monstruo despierte algún día. Otra vez.
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