Cierra los ojos.
Tiene un rostro perfecto. Vale, diréis que no existe nada perfecto, pero ella es la excepción que confirma la regla. Estoy enamorado y creo que en el amor no hay nada escrito. Sus labios tientan el vértice de besarla. No está muy lejos, puedo inclinarme hacia el vértigo de perderme en el roce de su boca. No lo hago. Ese momento, es tan quieto. Ese momento tiene la magia de quedarnos en silencio, tanto tiempo como duremos sin tener la necesidad de romper distancias y abrazarnos. Por ahora, aguantamos.
Mientras la observo, pierdo la noción del tiempo. Mientras la observo, no existe más que la noción de que la quiero mucho. Mi corazón y sus latidos son los instrumentos de medida más certeros. Los puedo escuchar golpeando mi pecho. Podría bailarle a ese compás todas las caricias habidas y por haber. No lo hago. Ese momento, es tan quieto.
En la oscuridad donde nos encontramos nos vemos mejor por dentro. Nos escuchamos mejor los silencios. Hay una paz extraña impregnando la habitación. La misma habitación donde no existe más que lo que traemos dentro: las ganas de mecernos bajo la suave brisa de nuestras respiraciones. No hay problemas en estos metros, sólo el deseo de encontrarnos, entendernos, amarnos. Amarnos... es el verbo perfecto.
Abre los ojos. Tiene un extraño brillo vistiendo su mirada. Me quedo hipnotizado durante unos segundos, pasan algunos años en ese momento. Ese momento, es tan quieto. Y, en esa quietud, nos hemos movido tanto. Me inclino hacia ella. Voy a saltar hacia la adrenalina de tocarla. Siento el fuego de la necesidad.
Cierro los ojos. Tiene un beso perfecto.