Hacía frío y los labios en los huesos, tiritando y emitiendo vapor que ascendía en segundos hasta el centímetro cero. Y yo recostado frente a tu ventana, al puro estilo de Romeo, esperando a que salieses como siempre. Pero quizás te has dormido unos segundos y ya no sales, y quizás me quedo aquí pasmado, por frío y por querer amarte, qué cruel, a veces, me parece que te estás volviendo.
¿Hubiese corrido entonces? Quizás si hubiese tenido espasmos de odio por tu pelo. Quizás si hubiese sido más consciente del daño que mi corazón compraba, eternamente merecido y a buen precio. Y quizás, no, quizás incluso hubiese destinado mi tiempo libre a liberar escamas y tensiones hablando contigo hasta que la luz de la noche nos asombrase con la boca abierta y el bostezo simple que nos despedía a besos.
Pero es tremendo esto de no poder alcanzarte nunca; y cada paso que doy me hunde más en el fondo de este vaso que, medio lleno o medio vacío, no se dignan nuestros labios a probar. Maldita falta de entusiasmo e interés, podrían descender en espiral elíptica los miedos y quedar nosotros expuestos a la vida sin máscaras, sin acuarelas, sin espejos vacíos de rostros irreconocibles. Nuestros rostros que viven el cuento sin inmutarse.
Pero, a estas horas, ya es demasiado tarde y me dirijo compensando en una pierna el dolor del corazón hacia casa; hacia la cama honda y las sábanas retorcidas. Me dirijo sin pensarlo hacia la habitación del oscuro techo y las sombras en las paredes, y el batín en la percha que me ríe como sonámbulo. Y así, de esta forma, como siempre, perdiendo constancia inconscientemente, termino moribundo en un vaso de leche caliente a altas (o bajas) horas de la madrugada. Implorando con sarcasmo frente a una de Woody Allen que no se nos pasen las horas volando; porque cuando las horas vuelan terminamos antes de lo que tardamos en abrir los labios y decir la primera, absurda e inocente, palabra para romper el silencio.
¿Hubiese corrido entonces? Quizás si hubiese tenido espasmos de odio por tu pelo. Quizás si hubiese sido más consciente del daño que mi corazón compraba, eternamente merecido y a buen precio. Y quizás, no, quizás incluso hubiese destinado mi tiempo libre a liberar escamas y tensiones hablando contigo hasta que la luz de la noche nos asombrase con la boca abierta y el bostezo simple que nos despedía a besos.
Pero es tremendo esto de no poder alcanzarte nunca; y cada paso que doy me hunde más en el fondo de este vaso que, medio lleno o medio vacío, no se dignan nuestros labios a probar. Maldita falta de entusiasmo e interés, podrían descender en espiral elíptica los miedos y quedar nosotros expuestos a la vida sin máscaras, sin acuarelas, sin espejos vacíos de rostros irreconocibles. Nuestros rostros que viven el cuento sin inmutarse.
Pero, a estas horas, ya es demasiado tarde y me dirijo compensando en una pierna el dolor del corazón hacia casa; hacia la cama honda y las sábanas retorcidas. Me dirijo sin pensarlo hacia la habitación del oscuro techo y las sombras en las paredes, y el batín en la percha que me ríe como sonámbulo. Y así, de esta forma, como siempre, perdiendo constancia inconscientemente, termino moribundo en un vaso de leche caliente a altas (o bajas) horas de la madrugada. Implorando con sarcasmo frente a una de Woody Allen que no se nos pasen las horas volando; porque cuando las horas vuelan terminamos antes de lo que tardamos en abrir los labios y decir la primera, absurda e inocente, palabra para romper el silencio.
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