jueves, 10 de junio de 2010

Cartas para mi abuela




4 de diciembre de 1958


Abuela:

¿Recuerdas aquel olor a galletas recién hechas? Supongo que sí. Tan sólo tenemos que cerrar los ojos y rescatar de la profunda sima del olvido, aquel recuerdo. ¿Verdad que es precioso?

Hoy he vuelto a soñar contigo. Andábamos por la playa de Agüaso, yo de vez en cuando me paraba y liberaba de la arena una de esas conchas con las que tú solías hacerme un collar. ¿Verdad que pasamos buenos días allí? Sí... éramos prisioneros de una felicidad que aún cuesta describir. Supongo que estoy seguro de esta porque, cuando pienso en aquellos momentos, siempre suelo sonreír.

Dice mamá que pronto volveremos a visitar la casa de la playa. Pero yo no quiero obligarla. Sé que siempre que volvemos allí suele derramar alguna lágrima, cuando Alicia y yo estamos dando un paseo por la costa, y siente el susurro de un pasado que la atormenta más que a mi.

Alicia ahora tiene 4 años, aún es pequeña, pero empieza a dibujarse una sombra en su mirada cuando vamos al encuentro de Agüaso: nota que algo triste impregna las paredes. Yo no quiero que crezca bajo el cielo que te vio partir, ese, aún, permanece nublado; por ello, siempre que volvemos allí, la acompaño a buscar conchas a la rivera D'Obrein, y jugamos a ver quién coge las más bonitas. Yo lo hago con interés disimulado, a mi todas me parecen iguales. Coger conchas sin ti ya no es algo divertido, pero tengo que fingir que así lo es. Ahora me pregunto, abuela, ¿tú fingiste por mi? Supongo que no, o sí. No lo sé. Hay tantas preguntas que nunca podré responder...

Bueno abuela, me tengo que ir. Mamá no sabe que te escribo cartas. Si lo supiese no sé si se enfadaría o comenzaría a llorar. No quiero apostar por ninguna de esas opciones, ambas me aterrorizan. Mañana es mi octavo cumpleaños. Desde que te fuiste, siempre le pido a la velita que vuelvas pronto. De todas formas, yo seguiré escribiéndote cartas. Mamá dice que estás en el Cielo, pero como no sé que cartero las puede llevar tan lejos, espero que tú sientas, en la lejanía, que te sigo queriendo. A fin de cuentas, siempre hemos tenido buena... ¿cómo era? ¡Ah! sí, buena telepatía. ¿Recuerdas aquel día que dijimos tres palabras consecutivas sin darnos cuenta? Jopé abuela, que buenos momentos.




Te quiero.


P.D.: He oído en la tele que han sacado unos aparatos que pueden surcar el cielo. ¿Crees que entonces te podré enviar las cartas? Aún no lo sé.


domingo, 6 de junio de 2010

Todos los caminos conducen a la muerte

PRÓLOGO:

El funeral se desarrolló en silencio. Nadie dijo más que lo que alguna despistada lágrima, que cayó mientras el sacerdote realizaba las oraciones, frente al ataúd, pudo decir.
Yo conocía esa sensación que se siente cuando te despides de un ser querido. Ese recorrido escalofriante que te dice que un Fall System se ha producido en tu vida, y que el cerebro no quiere, o puede remediarlo. La madre de Edward se encontraba a mi lado. Su rostro, tapado por un velo negro de rejilla que no conseguía alejar su monótono sollozo; una falsa y maquillada tristeza; digna del estilo de una novela de Robert Zechoc.

Edward Voice había muerto de un paro cerebral, a la edad de 34 años. Siempre había sido una persona sana, pero cuando los médicos diagnosticaron que el consumo excesivo de MDMA (comúnmente conocido como éxtasis) había ocasionado su muerte, nadie se dignó lo suficiente a apelar la autopsia. Yo no los creía, suponía que muchos billetes sin marcar corrieron la noche en que el cadáver de mi amigo entró en la "Nevera", pero pensé que pelear contra la palabra de la ciencia sólo ocasionaría que mi nombre fuese escrito en algún historial policial o en algún papel de oficina de algún departamento de New York. Yo siempre deseé pasar inadvertido.

Cuando el sacerdote terminó de bendecir el ataúd, y al alma que este contenía, los allí presentes, uno a uno, fueron acercándose para prestar sus ofrendas y desearle al difunto una mejor vida.
Yo no pude aguantar más. Todo aquel teatro de ofrendas y lágrimas que sonreían cuando nadie miraba me producía una angustia insoportable. Caminé sin llamar la atención fuera del tumulto y escapé en dirección a ninguna parte. Perdí mi sombra entre las tumbas de personas sin nombre, sin más rostro que el que unas amarillentas fotografías, colocadas en la lápidas, podía prestarles. La Otra Vida es el olvido, pensaba mientras mis pasos se dormían por un camino de piedra... La Otra Vida: la muerte silenciosa que arrastra cualquier grito hasta convertirlo en un murmullo del viento, imperceptible. Seguía pensando en la Otra Vida cuando una lluvia fría empezó a caer sobre mi. Me rebusqué en mi abrigo y fui dirección a mi coche. Ya nada ni nadie podría rescatar del olvido a Edward Voice, excepto yo y los recuerdos que a él le dedicase.

Inmerso en mis pensamientos, no percibí la sombra que espiaba mía pasos con cautela, a unos metros de los mios, sin estar lo suficientemente cerca como para llegar a advertirlos. Tampoco advertí la triste sonrisa que marcó su cara cuando entré en mi coche, y arranqué en dirección a la vida diaria.


LA OTRA ORILLA:

En algún lugar lejos de aquel funeral, Edward Voice abrió los ojos. Lo único que podía ver: oscuridad.



CONTINUARÁ.

jueves, 3 de junio de 2010

Sueño

Yo tuve un sueño, ya lejano, cuando era pequeño. Ahora sólo lo tengo cuando duermo, y nada queda de él, sino un breve reflejo en oscuras aguas, que se secan ante miradas de fuego.

Yo quise volar por el cielo en infinita libertad; sin miedo a caer o a resbalar en alguna nube que se cruzase, despistada. Ahora sólo vuelo cuando duermo, y disfruto mientras sueño que parece que esté viajando hacia un infinito azulado; y luego despierto, y entiendo que nunca despegaré los pies del barro que aprisiona contra si las huellas que voy cediendo, en el tiempo y en un mar de ecos que algún día cobrarán sentido.

Yo tuve una idea hace muchos sueños rotos, cuando las sonrisas eran flores que la primavera dejaba, con delicadeza, escondidas en algún recuerdo infantil, de tardes de fútbol y miradas robadas por un escaparate con olor a caramelo, que nunca llegaron nuestros labios a probar.

Si te digo que soñé, y ya no sueño, sino anhelo soñar con el pasado de sinceridad que se escribía en gotas de agua, que caían al suelo desde las nubes más gordas, esas que se comen hasta los truenos (hay algunas muy egoístas).

Dejaré que caiga sobre ti la última gota de recuerdo que nos queda del amanecer pasado. Yo ya no tengo los pies ni el camino para andar por murmullos del viento.
Murmullos que arrastran las hojas, y barren los huesos.

Murmullos que despiden los sueños que de niño tuve y, convertidos en ecos, ya no tengo.