viernes, 17 de diciembre de 2010

Las horas que se llaman Julieta

Tú nunca entenderás por qué lo hago, por qué salto al vacío cada día y vengo cada noche a contártelo, medio vivo y medio muerto, feliz sabiendo que todo lo que hago no sirve de nada. Nunca sirve demasiado, siempre acaban siendo polvo las esculturas del amor y el odio que levanto cuando los días pasan por el calendario con fugazidad. Todo. Todo es nada y nada es suficiente; nunca lo es, nunca lo ha sido. Y me desespera ver que a pesar de todo, la resignación es la única arma que aún no nos abandona, de momento.

Te pido Julieta que me dejes intentarlo, perdona amor si no entiendes ésto, y es que los latidos del corazón no hablan, se sienten, y aquí los pongo por escrito, en voz de las circunstancias y la tentación del silencio. Lo hago para que las cosas cambien, si es que aún pueden cambiar. Lo hago como un grito de auxilio, nadie puede decirme si lo escucharás. Lo hago, para que quizás mañana me mires con otros ojos, para que sepas que sigue siendo demasiado tarde desde hace mucho tiempo. Por eso no nos queda más que el olvido en estas tardes de diciembre; a fin de cuentas todo está perdido y luchamos como suicidas siempre que podemos, por si las moscas de esta batalla dejan de recordarnos que ninguno de los dos ganó el segundo asalto.

Demasiado perdimos y ¡seguimos vivos!

¿Sabes cuántas lágrimas me matan en silencio?, cuán difuminada por el dolor queda mi imagen en los espejos. Yo, que soy como la torre derrumbada en tu tablero de ajedrez. Tú y yo, siempre queda una distancia insuperable entre los dos. Es como si el corazón latiera fuera del compás de los días y no hay otra solución que resignarse y aceptar que no hay segundas oportunidades. Nunca las ha habído aunque nos cueste, aunque las sigamos buscando, porque la esperanza es lo último que se pierde. Ahora lo entiendo mejor.

Tanto tiempo ha pasado, tantos otoños desnudos de tu sonrisa, tantos inviernos perdidos en el frío de un silencio que nunca termina, como una espiral de desolación que lo es todo y nada, quizás lo único que queda; un traje a medida. Sabes, aún sigue fresca en mi la cicatriz de tu nombre, la cicatriz de tu pelo ondulando al viento, de tus ojos pintando la inmensidad del océano que mi alma navega como un naúfrago.

Me cuesta aceptar que pese al tiempo que ha llovido, tú sigues intacta en la perfección del recuerdo. Tanto tiempo en mi reloj se ha consumido, que creí que ya no serías en mis recuerdos más que una extraña sensación pasada. Pero me equivocaba de nuevo, porque sigues viva como siempre, tan perfecta con los días como si nunca envejeciera tu tez delicada y me alegro, me alegra saber que sigues conmigo, aunque nunca estuvimos juntos, aunque entre tú y yo siempre existió el vértigo de un precipicio que superar.

Instinto animal

25 horas de la noche de San Valentín, un 14 de febrero para olvidar, como se olvidan los domingos grises de cumpleaños o el mal sabor de boca de un beso que no consigue despertar.

Corres por los pasillos de la estación con un ramo de rosas rojas que brillan en las paredes de un negro aterrador. A cámara lenta, aunque el reloj siga su paso firme; a cámara lenta corres con furia hacia los bagones del metro que rugen en las vías con un sonido metálico de prisión. Sabes, no vas a llegar, las prisas siempre dicen que casualmente no hay prisa posible para alcanzar el final.

Cariño, lo siento, yo ya sabía que no llegarías, que tus promesas no pueden vencer las casualidades de este perro mundo. Yo ya sabía que la pasión no consigue que las cosas salgan bien. La pasión siempre acaba en el llanto o la rabia, porque no hay suficientes kilómetros cuadrados en el corazón para sentir todo esa acumulación de besos y caricias que acaban explotando en miradas de extreñimiento emocional.

Corres por los pasillos de esa vieja estación del Boulevard con un brillo de ojos que grita que las lágrimas te pinchan la retina con ansiedad. Puedes llorar cariño, nadie te va a preguntar, y si preguntan diles que se te ha metido en el ojo una de esas pestañas que se mueren de la risa. Cariño, siento mucho que hoy no pueda ser un día espacial (astronaútico); un San Valentín para desechar por la mañana con los escasos preservativos sentimentales que caducan sin usar. Sabes, no sé si nuestro amor es de papel o de cartón, de vidrio o plástico, si nuestro amor es orgánico y se consume con cada bocado de humanidad, ¿quién sabe? puede que nuestro amor sea un sabroso mordisco que va perdiendo su sabor, como las pizzas de esa pizzaría de esa calle que llovía sonidos confusos de cristales rotos y The Strokes.

Estés donde estés, alza las manos hacia el encapotado cielo de estación y menea tu cabeza al son de esos latidos que surgen cuando duelen los segundos ¡qué no se te olvide! es lo que hace la gente cuando pierde la esperanza, que en estos casos se pierde cuando pasa el último bagón ¡Qué desolación! Luego tira las rosas en el andén y escapa escaleras arriba con toda la fuerza de un adiós, que la cámara se quede mirando las rosas con expectación, como muestra de que algo huvo entre los dos, algo rojo y frágil, tenue y fugaz. Un amor orgánico que se consume como un pétalo de rosa; eau de toilette, eau de amor. Eau que me compraré la próxima Navidad, cuando empieze a olvidar nuestra historia y mi olfato no recuerde el olor de tus dedos por mi espalda, cuando mis sábanas hayan olvidado el calor de tu piel o cuando las lentejas no me sepan como las hacías tú.

Por fin puedo reconocer que nuestro amor fue el de dos perros callejeros, dos perros de estación de metro, de un metro del Boulevard Instinto Animal.


jueves, 9 de diciembre de 2010

Feliz no cumpleaños


Sabes, me he vuelto un paranoico, ya no me entiendo. Todo es tan perfecto... Sabes, voy a contarte mi día. Sí, todos tenemos un día de protagonismo, de heroicidad.

Mi día es un día como esos en los que va a llover, pero nunca llueve. El viento corretea gélido por el jardín y se cuela por las entreabiertas puertas del salón. Sabes, hoy nada es lo que parece. En el fondo de la piscina 46 hojas yacen ahogadas desde noviembre, el frío las arrancó. En el sótano papá escucha con la puerta cerrada música ambiental, con los ojos ausentes, apoyada su cabeza sobre la mano, parece estar en paz. Mamá prepara una paella en el asador, con su batín rosa y su suéter amarillo de algodón. En la cocina la abuela se mueve con movimientos patosos; prepara como cada domingo la ensalada de cebolla y tomate. Sobre la mesa, en un bolsa, seis barras de pan descansan aún calientes y con su miga blanda; alguien ha arrancado la punta de una de ellas.

Sabes, hoy nada es lo que parece. Y me gustaría que pareciese, que fuese uno de esos días de cumple, como cuando éramos pequeños, ¿lo recuerdas? Me gustaría decirte la verdad, que estoy descontento con este último año, que sigo como siempre, que todo va a peor, que estoy derrumbado, que sigo andando pese al cansancio aterrador... Sabes, hoy todo es como capicúa.

Quisiera gritar tantas cosas... alzar la voz contra el viento, romper ventanas y huir de los caminos de siempre. Salir y andar, y andar. Andar hacia ninguna parte. Andar y perderme. Sí, perderme y no volver... Y encontrar la felicidad cuando se hayan agotado las posibilidades. Sabes, puede que desaparecer sea más fácil que fingir.

Y ahora sacan la tarta. Sabes, han puesto las velas al revés. Ahora cumplo 71 años y soy un héroe para esas personas que buscan la eterna juventud. Por un momento sonrío, detalles de la precaria despreocupación. Seguro que nadie se ha dado cuenta, el perro del vecino ladra en el exterior. Y soplo las velas antes de que apaguen las luces, antes de pedir un deseo que no se cumplirá. Soplo las velas antes de que la gente sonría y se ilusione; las soplo y, después, todo ha pasado, como si nada, como si todo, como si siempre o casi nunca.

Sabes, un domingo normal. Un domingo que nadie va a recordar. Que va a dejar tiritando las expectativas. Un domingo neutral, poco casual, de esos que aburren y desmoralizan. Un domingo como esos en los que parece que va a llover, pero nunca llueve. Y terminas el día con mal sabor de boca, escuchando The Killers en la cama con una sensación de abandono propia de los días decadentes de diciembre. Como cuando la mañana del 25 las ilusiones infantiles de Papa Noel han despertado: ya no hay árbol ni colorines, ya no hay polvorones ni ilusión. Ya no, ya no recorre mi habitación el olor del papel de regalo, ni las risas materialistas de antaño... ¡Me han regalado una extraña sensación!

Sabes, todo esto me asusta, poco a poco, pero tan de repente, parece que el mundo brille un poco menos y tengas que tener el suficiente valor como para aceptar que tu vida ya no es como cuando tenías 7 años y todo, absolutamente todo, se arreglaba con una tarde de cine y palomitas.

Sabes, me gustaría volver... volver a aquellos días de diciembre. Todo era tan fácil, tan irreal. Felicidad sin complicaciones ni pasiones. ¿Lo recuerdas? Pero ya no podemos, ya no. Ya no podemos volver allí. Hace tiempo olvidamos las ilusiones de volar por el cielo, de viajar a la Luna, de bucear por los mares, de llegar a la cita del té. Y es que como Peter Pan en nuestro mundo, nosotros también olvidamos todas esas promesas de la infancia. Y me gustaría que no fuese así. Me gustaría que tus ojos brillasen aún con esa luz tan peculiar con la que reías. Ya no puedes, y ojalá pudieses.


Qué importa, 17 años o 71, si después de todo, nada es lo que parece.


Feliz. Feliz no cumpleaños.