miércoles, 24 de octubre de 2012

Vértigo


Los mismos rostros, tan conocidos. Las mismas voces, tan sonantes. Y estos mismos lugares, que se han convertido en pasillos de un laberinto del que no puedo escapar. He chocado contra la cruda y dura realidad y, como si de un placentero sueño hubiese despertado, me encuentro demasiado ausente. Demasiado cabreado con el mundo y con mis constantes vitales.

Hace tiempo que no puedo llorar, quizá sirviese de algo. Quizá vaciarme por dentro, un poco más, pudiese hacerme levitar por estos sentimientos. Olvidarme de todo y de todos. Del ruido que, tan callado, y durante tanto tiempo, ha ido dejándome sordo. Olvidarme de las situaciones que, sin darme cuenta, han ido oprimiendo mi felicidad. Hace tiempo que no puedo sonreír, quizá ya no importe.

Es difícil. Compleja la forma de intentar entender cómo he llegado hasta estos puntos suspensivos. Supongo que a los abismos de la vida llegamos poco a poco, sin percibir el vértigo, habituándonos a la catástrofe y perdiendo la capacidad de salir corriendo. Y un día despiertas y compruebas, medio horrorizado medio alarmista, que tu vida se ha convertido en un blanco fácil para las desgracias. 

Y no sabes qué hacer. Miras hacia atrás y no ves caminos de vuelta, sólo zarzas que te cierran la huida. Y en ese punto de infinita angustia fundamentas tu nuevo estilo de vida. Un estilo de vida suicida, dramático y nostálgico. Un estilo de vida de los baratos, de esos que no incluyen paracaídas. Así que, si algún día caes, nada sobrevivirá a la caída, ni siquiera tus esquemas, que caerán contigo. 

Y, mientras tanto, el mundo no se detiene. La sociedad sigue sacando matrícula de honor en ignorarte. Nadie se ha dado cuenta de que pendes de un hilo. "Qué hijos de puta" piensas, pero la verdad es que ya estás acostumbrado a las derrotas. Es normal que termines perdiendo la esperanza en salvarte. Incluso, intermitentemente, es normal que hasta pierdas la esperanza en caer. Porque, llegados a un punto, hasta dejar de luchar se vuelve una idea tentadora. Pero no sucumbes, sigues congelado en ese punto de infinita angustia en el que has fundamentado tu nuevo estilo de vida. Y sobrevives como puedes, malviviendo, alimentándote de algunos arrebatos optimistas que, de vez en cuando, nacen cuando recuerdas los buenos tiempos. 

Todo ha terminado resultándome indiferente. He perdido muchas ganas por el camino, y ya sólo han quedado las que me llevan a escribir estas líneas, por si tengo la suerte de encontrar algunas respuestas en ellas; o por si tengo la suerte de que alguien encuentre respuestas en mí.  



domingo, 21 de octubre de 2012

Los buenos tiempos


El tiempo pasa para todos, incluso para los relojes. No perdona a nadie. El tiempo es el mayor verdugo.

Se ha quedado solo. Demasiado solo. Su soledad se ha convertido en el parque de atracciones del silencio. Un silencio que huele a tabaco. Un silencio con el que, últimamente, habla casi siempre.

Y, después, en el fondo del cubata del olvido, queda el miedo. Un miedo espeso, como gelatina. Un miedo que lo cubre todo con un manto negro de luto. Un miedo de quien son víctimas las esperanzas e ilusiones, los sueños e insomnios. Nada escapa al miedo, esa es a la conclusión a la que llegó una madrugada, tumbado en su cama, cuando la soledad le hacía cosquillas.

Aquella noche también llego a la conclusión de que podía derramar lágrimas hasta quedarse sin ellas, pero no hasta olvidar los motivos que le hacían llorar. Y supongo que llegar a esta conclusión, a esas horas, en ese cuarto, tan, tan lejos de su casa, le hizo sentirse excesivamente exiliado de cualquier sentimiento cálido y feliz. Repentinamente tuvo mucho frío. Pero supongo que hablamos de crisis temporales y traumas pasajeros que, en realidad, son circunstancias que siempre van cogidas de la mano.

La única esperanza que le queda es que lo que comentaba al comienzo de estas líneas sea cierto, es decir, que el tiempo pase para todos y sea el mayor verdugo de la historia de la humanidad. Ese es el único punto de luz que pinta la oscuridad en la que se ha sumido su vida.

Mientras tanto, vive y desvive en la sala de espera de los buenos tiempos: los tiempos felices. Esos tiempos en los que… bueno, sinceramente, no sé mucho de los buenos tiempos. Sólo podría deciros sobre ellos lo que he podido leer en los libros o ver en las películas.

Algunas noches (sobretodo aquellas en las que no puedo dormir) me gusta fantasear con los buenos tiempos. Cierro los ojos con fuerza e imagino que estoy en otro sitio, pero en el mismo lugar. Es como si acabase de despertar de una larga siesta. Por las rendijas de la persiana se filtran los rayos de lo que parece ser el atardecer más hermoso del mundo. No hace ni frío ni calor. Y siento que toda la gente a la que algún día amé es feliz. Se respira una extraña paz en el ambiente. Y tú estás ahí, conmigo. Aquí he de dejar claro que ese “tú” no es más que una referencia metafórica a esa persona a la que algún día encontraré. Esa persona con la que algún día aprenderé a ser feliz. Pero recuerdo que sólo es una fantasía y abro los ojos. Y repentinamente tengo mucho frío.


martes, 2 de octubre de 2012

Crisis de identidad


Los días se han suicidado. El calendario está en llamas y, a veces, duele tanto que ya no duele, y parece formar parte de lo diario, de ese tratamiento de aspirinas que mi cuerpo frecuenta por si algo sale mal, o demasiado caro. 

Debería haber sabido que estos momentos siempre matan un poco. Al final del todo, a la derecha, acabas tirado en la cama sin saber muy bien dónde estás o quién eres. Porque toda persona se ha sentido alguna vez distinta, y la vida que llevas no parece más que una anotación a pie de página que nadie lee; como un recuerdo fugaz que arranca destellos en la mente pero, finalmente, nunca brilla. 

Quizá sólo me quede esto, y el camino que me espera sea repetir en bucle un presente pluriempleado. Y morir sea algo esperado; o algo que termine temiendo porque no crea en los finales oportunos. Ahora, a tantos millones de kilómetros de alguna parte, me reencuentro con la soledad que fue, alguna vez, la única compañía. La única persona que conseguía comprender mis silencios y calmar las ansias de perderme en cualquier bar de mi mente, donde sirven los cubatas gratis y las reflexiones demasiado caras. 

Hace tiempo que sangra esa parte de mi que se muere por cambiar de aires. Esas ganas de volar un poco. Pero hay días, días como los de hoy, en los que te quedas esperando con mirada ausente que se crispen tus fuerzas y acabes en algún hospital interno, dónde la esperanza lame las heridas. Sin duda la mente humana es un gran campo de batalla.