domingo, 11 de marzo de 2012

El amor ni se crea ni se destruye, sólo se transforma


Había ceniza en su mirada. Iba a llorar y se le secaron las lágrimas en el borde del orgullo. No es agradable llorar por causas perdidas. Han pasado algunos años. Dos años. Y en el recuerdo no han pasado ni segundos, porque los recuerdos viven congelados. Son fotografías de la mente. 

Había guardado el secreto demasiado tiempo. Los secretos son gritos que callamos. A veces duelen, otras veces, también duelen. Guardé el secreto porque tenía miedo. Siempre el miedo. El miedo de gritar y que nadie escuche. Sólo quería que escuchase ella. ¿Y si el grito fuese a sus oídos un sonido indiferente? No hay nada más duro que el diamante de la indiferencia. Nada más duro que la roca en la que se convierten los corazones que han sufrido hasta  perder la capacidad de sentir el mundo.

Había guardado el secreto demasiado tiempo, pero ya no era un secreto. Otros habían gritado por mí, lo que era mío. Y, de un día para otro, me encontré medio desnudo, medio herido por haber sido víctima de la amputación de algo que, considero, hace al humano libre: el poder de la decisión. Otros decidieron por mí y, tan frágil, tan ausente, mi secreto ya no es de nadie. Sólo del viento.

No hace mucho, me contaron lo sucedido. Era una de las últimas noches de febrero. Han pasado dos años y, tan lejos, recuperé aquel pasado en segundos. El pasado de haberme enamorado de un encuentro de perfecciones. Un encuentro de perfecciones encarnadas en un cuerpo.  

Si es cierto que todo ha cambiado. Que ya no hay música en ese recuerdo. Han despojado de encanto al hechizo de sus ojos, y ese amor que me latía, se ha apagado. No es triste, es cambio. El mundo gira y giramos, en el frenesí de madurar, de olvidar. No, no olvidamos. Pero, sin olvidar, los recuerdos, con el tiempo, se convierten en fragmentos apagados de aquel brillo en el que nacieron. El amor ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. 


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