viernes, 24 de septiembre de 2010

Los trenes del ocaso




Sus ojos congelados en los suyos, nadie comprende el final, nadie quiere decir la última palabra.

El tren emite el vibrante sonido de la despedida, ahora empiezan a precipitarse las lágrimas y a secarse la garganta; no sabe que decir pero tiene muchas cosas que decirle. Acaso un beso no es suficiente, ¿por qué no disfrutó de todo el tiempo que pasaron juntos?

Sabiendo que puede que no vuelva a verlo, que el tiempo no curará las heridas. El tiempo, eterno y fingido, hoy los separa, los conduce por caminos distintos. En el reloj de la estación los minutos pasan demasiado lentos, pero pasan, no se detienen. Los minutos, que nunca han entendido al hombre, que siempre han hecho correr a las personas en su fatídico baile por existir.

Vuelve a sonar en la lejanía del andén el sonido que augura la inevitable separación. Ahora el corazón empieza a palpitar fuertemente contra el pecho, los labios intentan en vano decir algo, la conciencia grita palabras de auxilio que, no obstante, nadie escuchará. Demasiado tarde, las sombras de la estación se vuelven de humo, no ve nada más que a su hijo, nada más que al niño que crió, asomado por la ventana del tren con destino incierto, las lágrimas rozándole la joven mejilla. Tiene ganas de ir corriendo, subir al tren y abrazarle, decirle cuanto le quiere, que le necesita y que volverán a estar juntos, pero sus piernas no responden, se queda parada en la estación como una marioneta desprovista de hilos. Su imagen, absurda y lívida ante el resplandor blanquecino de la luz solar que se filtra por los ventanales de vidrio.

Por tercera vez suena el silbato, lejano, que apremia a los últimos pasajeros del andén a que se suban. El tren de acero y olvido se pone en marcha.  De repente se ve envuelta en un sonido metálico, mientras ve como su hijo se marcha, se marcha a combatir en la guerra, marcha hacia un destino incierto, marcha ¿hacia donde marcha? me hubiese gustador saberlo.

Antes de que el tren se pierda por el horizonte, María recobra el habla y grita el nombre de su hijo, él ya no podrá escucharla, pero la esperanza de una madre no sabe de tales consideraciones. Empieza a correr por el andén, intentando alcanzar el tren, pero no puede, ni sus fuerzas ni sus frágiles piernas lo permiten. Su hijo ve desde la ventana destellos de como su madre se desfigura en la lejanía, la fugaz imagen de su rostro, comprimido por el dolor; ese quiás será el recuerdo que le despierte todas las noches.
María concluye su carrera, sus ojos brillan una última vez antes de decir algo en voz baja, nadie llegó a escucharla.

En el tren, ya lejos de allí, Eduardo seguía asomado en la ventana, la esperanza de un hijo no sabe de distancias. Una lágrima solitaria se escapa y cae liberada sobre la vía, dejando una cicatriz salada que pronto desaparecerá, escribiendo el acento de esta historia.

Nunca volverán a encontrarse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario